Desde el Pozo de los Deseos.

Estúpida, estúpida, estúpida.

Esa soy yo.

No me sentía estúpida esta tarde, cuando era una buena madre. Era una tarde maravillosa y las hojas tenían unos colores preciosos, así que decidí dar un paseo con mi hija. Paseábamos por el camino mientras me hacia cientos de preguntas, y yo la escuchaba cada cuento que le venía a la cabeza sobre bosques encantados. A ninguna de las dos nos importaba que hubiera sido yo quien le había leído esos cuentos en primer lugar. No, nada de eso era estúpido. Pero acercarnos a las ruinas del viejo pozo de los deseos si lo fue. Ella estaba encantada con ello.

“¿Lo has hecho alguna vez, Mami? ¿Pedir un deseo?”

“Pedí dos deseos.” Dije. “Una vez, desee que tu llegaras, y se hizo realidad. Y solo me costaste un centavo.”

Sonrió y preguntó por mi segundo deseo.

“Ese fue el deseo más sincero que he hecho, porque era para ti de nuevo.”

“¡Pero yo ya estaba contigo!”

Sonreí.

“Si, pero no quería perderte. Pedí el segundo deseo cuando eras solo un bebé, cuando te pusiste enferma y los médicos dijeron que no había esperanza. Estaba triste y lancé otro centavo, y el deseo se hizo realidad, porque tu mejoraste. ¿Estás contenta de que deseara eso?”

“¡Sí!”

Así fue. No le estaba mintiendo, realmente pedí ese deseo.

Pero no le conté toda la historia. No le dije como, tras lanzar la moneda al pozo, esta regresó de nuevo y acabó en mis pies. No le dije que cuando toque la moneda, entendí inmediatamente que había algo abajo, o puede que el pozo mismo, que deseaba otra cosa a cambio. Y quería algo mas que un centavo.

“¿Pidió Papi un deseo también?” Preguntó.

Claro que preguntó eso. Siempre piensa en su padre, incluso cuando nunca lo ha llegado ha conocer. Le dije a todo el mundo que mi esposo huyo, pero tan solo le he contado a ella como la amaba y quería desde el momento que desapareció. En su imaginación él era una especie de rey perdido, y ella su, princesa.

“No.” Dije. “Nunca empujé a Papi hasta aquí.”

Excepto que si lo hice.

Una vez.

Porque algunos deseos cuestan más.

Y ahora, esta noche, alguien esta aporreando mi puerta. Escucho gemidos torturados que dicen mi nombre, puedo oler esa peste terrible. Es un olor a humedad, como a moho de un sótano o una cueva.

De repente se hace el silencio. Luego la ventana se rompe en pedazos por una mano esquelética, y ese olor a moho es remplazado por el hedor a la carne en putrefacción.

Estúpida, estúpida, estúpida.

¿En que estaba pensando? ¿Qué es lo que iba a pedir una niña que extraña a su padre?

¿Y por qué tuve que darle un centavo?

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