Todos los niños van al cielo

Todos los niños van al cielo’ le había dicho su madre poco tiempo antes de morir, ‘y te prometo que yo también estaré ahí y cuidaré de tu hermanito. Y juntos vendremos a buscarte pronto’. Es difícil para un niño de seis años aceptar que su madre ya no estará a su lado, pero más aún comprender que algo llamado muerte sea el responsable de arrebatarle todo lo que le hacía bien: primero su hermanito, que nunca llegó a nacer, y poquitísimo tiempo después a su madre.

Por suerte, su padre intentó hacerle llevadera la pesadilla y con el correr de los días la vida se normalizó. Pero una tarde, sintió que su madre venía a visitarlo en sueños y lo llevaba junto a una puerta amarilla. ‘Debes venir conmigo’, le decía. El niño tenía terror a cruzar esa puerta, pero a veces la oscuridad del dormitorio era sobrecogedora.

Cuanto más cierta se volvió la presencia de su madre más oscura se tornó su habitación; en cuanto se apagaban las luces solamente era capaz de ver una puerta amarilla, cada vez con mayor nitidez. Quería obedecer a su madre y saber qué había del otro lado, pero cada vez que intentaba atravesar el umbral algo pasaba: el ruido de una persiana movida por el viento, la caída de una rama, el ladrido de un perro; algo sucedía en su entorno que lo despertaba y le impedía cruzar esa puerta.

Una noche le habló a su padre de ella. ‘Son sólo sueños, no tienes que tener miedo’ le dijo él. Fue justo a la mañana siguiente de esa conversación que su hijo cayó en un rotundo e inexplicable coma. Los mejores neurólogos acudieron a visitarlo pero ninguno supo dar con la causa de su repentina inconsciencia. Su padre permaneció junto a la cama del niño día y noche: hablándole, acariciándole, rogándole que no lo abandonara.

Al cabo de dos meses, abrió los ojos, y como si nada hubiera pasado le dijo a su padre que tenía mucho hambre. Él lo abrazó con entusiasmo y lo zamarreó de felicidad.

‘No recuerdo nada’, le respondía el niño cada vez que su padre intentaba descubrir lo que había sucedido; porque era consciente de que algo fuerte le había sucedido a su hijo: no es normal que prefiriera la ventana del dormitorio abierta en cualquier época del año y que no dejara de dibujar una puerta amarilla siempre entreabierta.

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