▷ Las Brujas de Ixtlahuaca

Corría el año de 1965, en una ranchería cercana a Ixtlahuaca en el Estado de México, la cual ni nombre tenía de tan oculta y desconocida, apenas algunas casas de adobe se comenzaban a levantar, no había luz eléctrica ni agua potable, un camino de terracería que prácticamente desaparecía con la oscuridad de la noche, nadie se atrevía a entrar a esos parajes en cuanto anochecía, ya que era muy fácil perderse tomando veredas equivocadas que conducían hacia las milpas.

Rosario y Benjamín llegaron a vivir ahí recién se casaron, les habían dejado algunas parcelas para cosechar y podían comenzar a cultivarlas y poder hacerse de sus cosas. Rosario, una mujer jóven de apenas 17 años, era callada, tal vez eso era lo que le había enamorado a Benjamín, esa recatada mirada, llena de melancolía hacía que latiera el corazón del también joven muchacho.

Pasó el tiempo y no tardaron en embarazarse, Rosario comenzó a tener una alegría inusual, cantaba mientras hacía sus tortillas sentada frente a su gran comal, donde también hervían sus ollas de barro que contenían la comida que saciaría el hambre del cansado Benjamín. Se respiraba otro ambiente de alegría y paz, pero no todo era así, al caer las 6 de la tarde, los grillos comenzaban a cantar y el silencio se hacía más pesado. 

Rosario le había pedido a Benjamín que pusiera ventanas de madera, porque escuchaba a lo lejos algunos chillidos que pensaba eran de algún animal y eso la atemorizaba, Benjamín así lo hizo, solo dejó unos pequeños agujeros en medio de las ventanas para poder ver hacia afuera en caso de necesitarlo.

Llegó la hora del nacimiento, llamaron a la partera para que asistiera a Rosario, y así lo hizo. Por fin nació el pequeño Vicente, pero al contrario de lo que esperaban, no lloró, el bebé abrió inmediato sus grandes ojos parecidos a los de la madre, y no emitió ningún sonido, aún así, fue la alegría de ambos y el orgullo de él por ser varón.

Pronto las pocas vecinas que tenían, fueron a conocer al pequeño Vicente, todas admiradas de que fuera tan calladito. 

Rutila, la vecina más vieja, advirtió a Rosario que mientras no lo bautizara, pusiera unas tijeras abiertas debajo de la almohada del pequeño Vicente, o un par de chiles pasillas en cruz, ya que corría el riesgo de que las brujas, atraídas por su inocencia, vinieran a chuparle el alma y el niño moriría. Todas le contaron su experiencia de que al caer la noche, los chillidos que se escuchaban, provenían de unas pequeñas bolas de fuego que se alzaban enmedio de la oscuridad. Eran las brujas buscando almas, hambrientas y enfurecidas al no encontrar nada que las alimentara.

Rosario no comentó nada, su silencio habitual se hizo presente, Rutila pensó para si -Advertida estás.

Una mañana, Rosario despertó a Benjamín enmedio de gritos, Vicente, el pequeño Vicente ya no estaba en su montón de cobijas que le servían de cama, Benjamín enloqueció, abrió la puerta que atrancaban por dentro de la casa, no se explicaba cómo pudieron haber entrado. Las ventanas de madera estaban perfectamente cerradas y sin signos de haber sido abiertas.

Benjamín buscó y buscó, preguntó con las vecinas y ninguna le supo dar razón. Rosario estaba inconsolable, su mirada perdida, sus ganas de vivir se fueron. Así pasaron las semanas y ni rastro del pequeño Vicente. 

Ambos tuvieron que regresar a su vida cotidiana sin poder superar la desaparición de Vicente, pasaron muchos meses, y la herida comenzaba a sanar. Una mañana de verano, Rosario le da la noticia a Vicente ¡Iban a tener otro bebé! Una mezcla de sabor agridulce los invadió, habían perdido uno, pero tenían la esperanza de otro. 

En esta ocasión Benjamín extremó precauciones, pocas veces la dejaba sola, mandó a traer a su hermana Tomasa para que fuera a cuidar a Rosario. Cualquier esfuerzo valía la pena, pasaron los meses y estaban a días de que  naciera la pequeña Esperanza, así la nombrarían ya que fue lo que les trajo nuevamente a su vida. Aún con el dolor de la pérdida de Vicente, pero con la alegría de un nuevo comienzo. 

Una tarde, Tomasa le explicó a Benjamín, que no podía quedarse más tiempo, tenía cosas qué hacer y esa noche no la pasaría con ellos. Benjamín lo entendió y la acompañó a la terminal de autobuses para que se fuera, dejó encerrada a Rosario para que nadie pudiera hacerle daño en su ausencia. 

Benjamín regresa a su casa, atareado por la caída de la noche, apenas y alcanzaba a ver el camino de terracería, si no fuera porque se lo sabía de memoria, se hubiera perdido. Toca la puerta para que Rosario le abra, no encuentra respuesta, se empieza a impacientar, toca más fuerte, nadie responde. Corre a buscar ayuda a la casa más cercana ubicada a medio kilómetro de la suya. Regresa con Felipe y su hijo Santiago, ambos logran derribar la puerta que se encontraba atrancada por dentro. No hay nadie, la casa apenas iluminada por una vela, ni rastros de Rosario...

Arman un grupo de gente que se une a la búsqueda, todos gritan ¡Rosario! ¡Rosario!, y ninguna respuesta.

Solo faltaba buscar en el panteón del poblado más cercano, pero Benjamín se decía a sí mismo: "- Es imposible que Rosario pudiera caminar tanto con el peso del estómago de casi 9 meses", casi se da por vencido, pero un extraño presentimiento lo invade. Le dice a Felipe que lo acompañe, Felipe algo temeroso, lo anima a que sigan la búsqueda en la mañana, al menos con la luz del día, Benjamín se resiste, la luz de la luna parece ser su cómplice, ya que al despejarse y asomarse radiante, al menos deja ver un poco dentro de la oscuridad de la noche. 

Benjamín decide ir solo, no iba a esperar a que alguien lo quisiera acompañar, se encamina hacia el panteón, y comienza a escuchar sonidos, sonidos húmedos, sonidos de gruñidos mezclados con goteo. Se acerca curioso hasta la parte de dónde venían esos sonidos, la luz de la luna era clara, radiante, y bajo de ella, se asomaba la figura de una mujer sentada, desnuda, con las piernas abiertas, ¡Era Rosario! El espectáculo no podía ser más aterrador, ¡Rosario! Le gritó Benjamín, ¿qué haz hecho mujer?, no podía con su asombro y con su horror, Rosario había parido, y con hambre descomunal, devoraba poco a poco a su hija Esperanza. Benjamín sin poder más con aquella escena, sufre un desmayo, convulsiona, convulsiona y nadie lo escucha para ayudarlo. Rosario, con la vista fija hacia el cuerpo de Benjamín, sonríe levemente y piensa para sí... Más comida...





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