La cueva del Toro

Esta vez nos dirigimos a Campeche, Lugar donde se origina esta leyenda.





Cuando la campana de la Iglesia cercana daba la oración de la tarde, nadie... nadie, por valiente que fuera, se atrevía a pasar por aquel lugar; y si lo hacia era por suma necesidad, por ningún motivo volvía la cabeza para mirar la cueva que se encontraba en la mayor oscuridad, primero por la llegada de la noche y luego por la sombra misteriosa que proyectaba el ramaje intrincado de los árboles de Ramón que allá crecían.

A estos árboles no se les podía tocar. pues se les adjudicaba efectos maléficos por servir, según la conseja, de alimento al fantasma que en forma de toro habitaba la cueva.

Lentas iban pasando las horas de la noche... Al sonar las doce, los habitantes creían oír hasta la respiración del animal que, feroz y arrollador, salía en medio de la oscuridad y, lanzando un resoplido, emprendía veloz carrera, algunas veces hacia los fuertes donde retaba con su bravura a los soldados que, aterrados, disparaban sus armas de fuego sobre el fantasma taurino.

Esto ponía más colérico al animal, que arremetía con furia a la muralla. Tal vez el miedo y la influencia de la leyenda hacían ver cosas de maravilla a los soldados de guardia. El fantasma, dando la espalda, se marchaba camino a la ciudad, y antes de que comenzara la aurora retornaba a su cueva.

Infeliz del mortal que encontrara a su paso: o moría de una embestida o de puro miedo.

Otras veces, al sonar las doce, el toro salía de su cueva como de costumbre y, atravesando una parte de la ciudad, iba a detenerse en un lugar escogido por él. En la cruz que formaban cuatro calles, el toro cortaba su carrera: bramaba y rascaba la tierra. Era cuando se producía el milagro. El animal tomaba forma humana y mágica y alzando el vuelo, penetraba en las casas donde dormían llenas de paz las bellas mujeres campechanas. Al aproximarse a alguna alcoba, casi siempre de la joven más hermosa, la puerta se abría como por arte de magia y desde el umbral contemplaba a la bella que dormía plácidamente. Entonces el intruso decía unas palabras cabalísticas acompañadas de signos.

La durmiente, cual si soñara, abría los ojos y la presencia del caballero no le causaba ninguna sorpresa ni miedo, sino que se sentía en un dulce despertar.

El opulento y galante caballero le cantaba su belleza y le ofrecía amor a la joven, ordenándole al fin, que a la noche siguiente la esperaba a la entrada de la cueva, a las doce de la noche.

Después de besar amorosamente la mano de la bella y después de envolverse en su capa color almendra, salía por la puerta por donde había entrado para ir al crucero de las cuatro calles; y pegando un fuerte taconazo en la tierra, recobraba la figura de cuadrúpedo bramador lanzándose a todo correr por las calles, llegaba a su casa antes de que le sorprendiera la mañana.

Al amanecer la joven se sentía feliz, había soñado con un príncipe azul, de gallarda figura y modales refinados, de bellos ojos azules y cabellos de oro.

La joven acariciaba la idea durante todo el día y más de una de ellas contaron a sus nanas su sueño de felicidad.

La noche iba llegando y la idea en el cerebro de la muchacha se hacía realidad.

Me ordenó... Iré... No iré... Sí iré. Y tomando una resolución se ponía ante el espejo engalanándose con su mejor traje y joyas y, envolviéndose en una capa de seda, salía furtivamente de la casa, burlando la vigilancia de sus padres y de los criados.

En el cruce de las calles próximas a la cueva, allí se encontraba el galán que, al ver aproximarse a la joven, salía a su encuentro. Su sombrero de pluma barría la tierra y abriendo la capa color almendra, cubría el cuerpo de la joven, para perderse ambos en la oscuridad de la cueva.

Nadie volvía a saber de ellos.

Como es natural, a la mañana siguiente se notaba la ausencia de la muchacha de la casa paterna y comenzaba la investigación.

Casi siempre los madrugadores eran los que daban las noticias, pues encontraban en el cruce de las calles próximas a la Cueva del Toro, la capa de la joven que rodaba por el viento.

-El fue!... el fantasma!... el maldito Toro, éste se había llevado a la muchacha más bella. Y la indignación crecía en los campechanos y el miedo se apoderaba de las muchachas del lugar.

¿Cómo acabar con el fantasma? -Las cruces y las oraciones nada lograban; ponerse en su presencia era peligroso.

Alguien ideó ahogarlo, haciendo que cuando llegara el tiempo de las lluvias todas las aguas fueran a dar a las cuevas y así obligarlo a salir de día o condenarlo a perecer ahogado.

Trabajaron con el ahínco... El agua que purifica acabará con el Toro.

Las lluvias comenzaron y casi se inundó la ciudad. Las aguas a torrentes iban a arrojarse a la cueva. Los campechanos esperaban;... pero nada... el Toro no salió.

Locos de desesperación, por temor a que sus hijas fueran las siguientes víctimas se agruparon y juraron velar junto al lugar; y... una buena noche, cuando el personaje de la leyenda, abría su capa de color almendra para envolver a su víctima, los valientes campechanos se precipitaron sobre él armados de cruces y objetos contrarios a los diablos, talismanes y santiguándose dispararon sus armas de fuego sobre el fantasma, el que, sin hacer el menor caso se aproximó a la boca de la cueva. Allí sacó un filoso puñal y cortó el pecho de la joven, sacándole el corazón. La sangre tiño de rojo el cuerpo de la niña y el fantasma no se fue, haciendo retroceder a los valientes.

La aurora se aproximaba y el fantasma no se movió del lugar. Cuando la luz llegó, ante los espantados ojos de los campechanos se presentaba un corpulento árbol de mamey colorado en lugar del corpulento fantasma (árbol que existe hasta hoy en la entrada de la Cueva del Toro en el Barrio de San Román). De este árbol pendía una fruta de cáscaras color almendra... No tuvieron miedo los campechanos y bajando la fruta del árbol la partieron: rojo era su interior... negra su semilla... Era el corazón del Toro... Aterrorizados tiraron aquella fruta... y cabizbajos volvieron a sus casas, pensando que habían estado en un acto de magia.

Las lluvias continuaron; la Cueva del Toro se llenó de agua; ésta buscaba dónde salir, derribó una puerta secreta y por ella se precipitó a un subterráneo, que comienza en la Cueva del Toro y va camino a la Iglesia de San José. Estas aguas, arrastraron todo a su paso y pronto salieron a la luz bellos muebles, ropas finísimas y un arconcito que flotaba sobre las aguas. Este fue abierto y en él se encontró un pergamino que decía:

"YO SOY EL TORO" REY Y SEÑOR DEL DOMINIO DEL EBANO. NO MORIRÉ NUNCA PORQUE SOY ETERNO. PERO ALGÚN DÍA DESAPARECERÉ, DEJANDO TODO LO TERRENAL. MI FORTUNA ES MUY GRANDE. LA LEGO A QUIÉN LA ENCUENTRE. NO SOY HUMANO... YO SOY ETERNO... HE DE VOLVER. EL TORO".

Nadie se ha atrevido a recorrer el subterráneo que existe aún. Una compañía constructora de carreteras y calles, descubrió parte del subterráneo y para contener a las aguas levantó paredes de grueso espesor (que se puede observar aún). La compañía no conoció esta leyenda, pues de conocerla hubiera tratado de recorrer el subterráneo y lograr el tesoro que con el tiempo y por el correr de las aguas debe estar casi a flor de tierra.

La leyenda concluyó en labios de la anciana sanromanera; pero agregó: "Sea o no cuando la oración de la tarde se deja oír, las gentes que saben de la tradición no pasan, o muy de prisa recorren las calles próximas a la Cueva del Toro. Los ramonales existen y lo oscuro del sombrío lugar impone. El mamey es desafiante y se hace fantasma en la oscuridad. La defensa cristiana contra los aparecidos, levantó una pequeña cruz en el lugar en que el Toro esperaba a sus víctimas.

La vieja conseja aún está latente en Campeche; y en las noches de lluvia cuando el rayo azota y el viento brama, se cree oír un ¡Muuuuuuu...! La gente se santigua y reza. Teme aún el Toro. Es el bramido del agua que se precipita ¡a la profunda cueva!...

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